El mundo que vendrá tras el coronavirus, según Yuval Harari

La tormenta pasará, la humanidad sobrevivirá, pero viviremos en un mundo diferente, asegura el pensador y escritor israelí.

La humanidad se enfrenta a una crisis mundial. Quizá la mayor crisis de nuestra generación. Las decisiones que tomen los ciudadanos y los gobiernos en las próximas semanas moldearán el mundo durante los próximos años. No sólo moldearán los sistemas sanitarios, sino también la economía, la política y la cultura. Debemos actuar con rapidez y resolución. Debemos tener en cuenta, además, las consecuencias a largo plazo de nuestras acciones. Al elegir entre alternativas, hay que preguntarse no sólo cómo superar la amenaza inmediata, sino también qué clase de mundo queremos habitar una vez pasada la tormenta. Sí, la tormenta pasará, la humanidad sobrevivirá, la mayoría de nosotros seguiremos vivos… pero viviremos en un mundo diferente.

Muchas medidas a corto plazo tomadas durante la emergencia se convertirán en parte integral de la vida. Esa es la naturaleza de las emergencias. Aceleran los procesos históricos. Decisiones que en tiempos normales llevarían años de deliberación se aprueban en cuestión de horas. Tecnologías incipientes o incluso peligrosas se introducen a toda prisa, porque son mayores los riesgos de no hacer nada. Países enteros hacen de cobayas en experimentos sociales a gran escala. ¿Qué ocurre cuando todo el mundo trabaja desde casa y se comunica sólo a distancia? ¿Qué ocurre cuando escuelas y universidades dejan de ser presenciales? En tiempos normales, los gobiernos, las empresas y los juntas educativas no aceptarían nunca llevar a cabo semejantes experimentos. Pero no son estos tiempos normales.

En este momento de crisis, nos enfrentamos a dos elecciones particularmente importantes. La primera es entre vigilancia totalitaria y empoderamiento ciudadano. La segunda es entre aislamiento nacionalista y solidaridad mundial.

Vigilancia “hipodérmica”

Con el fin de detener la epidemia, toda la población debe seguir ciertas pautas. Hay dos formas principales de lograrlo. Un método es que el gobierno vigile a la población y castigue a quienes incumplan las reglas. Hoy, por primera vez en la historia humana, la tecnología hace posible vigilar a todo el mundo todo el tiempo. Hace cincuenta años, el KGB no podía seguir a 240 millones de ciudadanos soviéticos las 24 horas del día, ni aspirar a procesar de modo eficaz toda la información reunida. Debía recurrir a agentes y analistas humanos y le resultaba sencillamente imposible colocar a un agente tras cada persona. Sin embargo, ahora los gobiernos pueden recurrir a ubicuos sensores y potentes algoritmos, por lo que no necesitan espías de carne y hueso.

En su batalla contra la epidemia del coronavirus, varios gobiernos han desplegado ya las nuevas herramientas de vigilancia. El caso más notable es China. Escudriñando los teléfonos de los ciudadanos, haciendo uso de cientos de millones de cámaras con reconocimiento facial y obligando a las personas a controlar su temperatura y situación médica e informar sobre ellas, las autoridades chinas no sólo son capaces de determinar rápidamente quiénes son los posibles portadores del coronavirus, sino también de seguir sus movimientos e identificar a quienes entran en contacto con ellos. Toda una gama de aplicaciones para el móvil advierten a los ciudadanos de la proximidad de personas infectadas.

Esa clase de tecnología no se limita a Asia oriental. El primer ministro israelí Benjamin Netanyahu autorizó recientemente el despliegue por parte del Servicio de Seguridad General de la tecnología de vigilancia normalmente reservada a la lucha contra el terrorismo para seguir a pacientes con coronavirus. El correspondiente subcomité parlamentario se negó a autorizar la medida, pero Netanyahu la impuso con un “decreto de emergencia”.

Cabría argumentar que todo esto no tiene nada de nuevo. En los últimos años, los gobiernos y las empresas han recurrido a tecnologías cada vez más sofisticadas para rastrear, vigilar y manipular a las personas. Sin embargo, si no tenemos cuidado, la epidemia podría marcar un importante hito en la historia de la vigilancia. No sólo porque cabe la posibilidad de que normalice el despliegue de los instrumentos de vigilancia masiva en países que hasta ahora los habían rechazado, sino también porque supone una drástica transición de una vigilancia “epidérmica” a una vigilancia “hipodérmica”.

Hasta la fecha, cuando tocábamos la pantalla del móvil y clicábamos sobre un enlace, el gobierno quería saber sobre qué clicaba exactamente nuestro dedo. Sin embargo, con el coronavirus, el objeto de atención se desplaza. El gobierno quiere saber ahora la temperatura del dedo y la presión sanguínea bajo la piel.

El pudin de emergencia

Uno de los problemas a los que nos enfrentamos a la hora de comprender en qué punto nos encontramos en relación con la vigilancia es que ninguno de nosotros sabe exactamente cómo somos vigilados ni que ocurrirá en los próximos años. La tecnología de la vigilancia se desarrolla a una velocidad de vértigo y lo que parecía ciencia ficción hace 10 años es hoy una noticia desfasada. Hagamos un experimento mental. Imaginemos un hipotético gobierno que exige a todos los ciudadanos que llevemos una pulsera biométrica para vigilar la temperatura corporal y el ritmo cardíaco las 24 horas del día. Los algoritmos estatales almacenan y analizan los datos resultantes. De ese modo sabrán que estamos enfermos antes incluso de que lo sepamos nosotros mismos, y también sabrán dónde hemos estado y con quién nos hemos reunido. Sería posible reducir de modo drástico las cadenas de infección e incluso frenarlas por completo. Presumiblemente semejante sistema sería capaz de detener en seco la epidemia en un plazo de días. Maravilloso, ¿verdad?

El inconveniente, claro está, es que legitimaría un nuevo y espantoso sistema de vigilancia. Si alguien sabe, por ejemplo, que he clicado en un enlace de Fox News en lugar de hacerlo en uno de la CNN, aprenderá algo acerca de mis opiniones políticas y quizás incluso de mi personalidad. Ahora bien, si puede vigilar lo que me sucede con la temperatura corporal, la presión sanguínea y el ritmo cardíaco mientras veo las imágenes, puede aprender lo que me hace reír, lo que me hace llorar y lo que realmente me enfurece.

Resulta crucial recordar que la ira, la alegría, el aburrimiento y el amor son fenómenos biológicos como la fiebre y la tos. La misma tecnología que identifica la tos podría también identificar las risas. Si las empresas y los gobiernos empiezan a recopilar datos biométricos en masa, pueden llegar a conocernos mucho mejor de lo que nos conocemos nosotros mismos, y entonces no sólo serán capaces de predecir nuestros sentimientos sino también manipularlos y vendernos lo que quieran, ya sea un producto o un político. Semejante vigilancia biométrica haría que las tácticas de hackeo de datos de Cambridge Analytica parecieran de la Edad de Piedra. Imaginemos a Corea del Norte en 2030, cuando todos los ciudadanos deban llevar una pulsera biométrica las 24 horas del día. Si al escuchar un discurso del Gran Líder la pulsera capta señales de ira, ya podemos despedirnos de todo.

Es posible, por supuesto, defender la vigilancia biométrica como medida temporal adoptada durante un estado de emergencia. Una medida que desaparecería una vez concluida la emergencia. Sin embargo, las medidas temporales tienen la desagradable costumbre de durar más que las emergencias; sobre todo, si hay siempre una nueva emergencia acechando en el horizonte. Mi país natal, Israel, por ejemplo, declaró durante su guerra de independencia de 1948 un estado de emergencia con el que se justificaron una serie de medidas temporales, desde la censura de prensa y la confiscación de tierras hasta unas normas especiales para hacer pudin (no es broma). La guerra de independencia se ganó hace mucho tiempo, pero Israel nunca ha suspendido el estado de emergencia y no ha logrado abolir muchas de las medidas “temporales” de 1948 (clementemente, el decreto de emergencia acerca del pudín se abolió en 2011).

Incluso cuando las infecciones por coronavirus se reduzcan a cero, algunos gobiernos ávidos de datos podrían argumentar que necesitan mantener los sistemas de vigilancia biométrica porque temen una segunda oleada de la epidemia, o porque una nueva cepa de ébola se está extiendo por el África central, o porque… ya ven por dónde va la cosa. En los últimos años se está librando una gran batalla en torno a nuestra intimidad. La crisis del coronavirus podría ser el punto de inflexión en ella. Porque, cuando a la gente se le da a elegir entre la intimidad y la salud, suele elegir la salud.

La policía del jabón

En el hecho de pedir a la gente que elija entre intimidad y salud reside, en realidad, la raíz misma del problema. Porque se trata de una falsa elección. Podemos y debemos disfrutar tanto de la intimidad como de la salud. Es posible proteger nuestra salud y detener la epidemia de coronavirus sin tener que instituir regímenes de vigilancia totalitarios, sino más bien empoderando a los ciudadanos. En las últimas semanas, algunos de los esfuerzos que más éxito han tenido a la hora de contener la epidemia han sido los organizados por Corea del Sur, Taiwán y Singapur. Aunque esos países hicieron uso de las aplicaciones de seguimiento, han confiado mucho más en las pruebas exhaustivas, la información veraz y la cooperación voluntaria de una población bien informada.

La vigilancia centralizada y los castigos severos no son la única forma de hacer cumplir unas pautas beneficiosas. Cuando se comunica hechos científicos a la población y ésta confía en que las autoridades públicas les transmitirán esos hechos, los ciudadanos pueden hacer lo correcto sin necesidad de la vigilancia de un Gran Hermano. Una población automotivada y bien informada suele ser mucho más poderosa y eficaz que una población controlada e ignorante.

Consideremos, por ejemplo, el hecho de lavarnos las manos con jabón. Ha sido uno de los mayores avances de la historia de la higiene humana. Ese sencillo acto salva millones de vidas todos los años. Aunque es algo que damos por hecho, no fue hasta el siglo XIX cuando los científicos descubrieron la importancia de lavarse las manos con jabón. Antes, incluso médicos y enfermeras pasaban de una operación quirúrgica a otra sin lavarse las manos. Hoy miles de millones de personas lo hacen diariamente, no porque tengan miedo de la policía del jabón, sino porque entienden los hechos. Me lavo las manos con jabón porque sé cosas acerca de los virus y las bacterias, entiendo que esos pequeños organismos causan enfermedades y sé que el jabón puede acabar con ellos.

Sin embargo, para lograr tal nivel de conformidad y cooperación, se precisa confianza. La gente tiene que confiar en la ciencia, las autoridades públicas y los medios de comunicación. En los últimos años, los políticos irresponsables han socavado de forma deliberada la confianza en la ciencia, las autoridades públicas y los medios de comunicación. Ahora esos mismos políticos irresponsables podrían verse tentados de tomar la senda del autoritarismo, argumentando que no cabe confiar en que la población haga lo correcto.

Por lo general, una confianza que se ha erosionado durante años no puede reconstruirse de la noche a la mañana. Sin embargo, no son éstos tiempos normales. En un momento de crisis, las mentes también pueden cambiar con rapidez. Podemos mantener amargas discusiones con nuestros hermanos durante años, pero cuando ocurre alguna emergencia descubrimos de repente una reserva oculta de confianza y amistad, y corremos a ayudarnos mutuamente. En lugar de construir un régimen de vigilancia, no es demasiado tarde para reconstruir la confianza de la gente en la ciencia, las autoridades públicas y los medios de comunicación. No cabe duda de que debemos hacer uso también de las nuevas tecnologías, pero esas tecnologías deberían empoderar a los ciudadanos. Estoy a favor de controlar mi temperatura corporal y mi presión sanguínea, pero esos datos no deberían utilizarse para crear un gobierno todopoderoso. Esos datos deberían hacer que yo pueda tomar decisiones personales más informadas, y también que el gobierno responda de sus decisiones.

Si pudiera hacer un seguimiento de mi propia situación médica las 24 horas del día, no sólo sabría si me he convertido en un peligro para la salud de otras personas, sino también qué costumbres contribuyen a mi propia salud. Y si pudiera acceder a estadísticas fiables sobre la propagación del coronavirus y analizarlas, me encontraría en capacidad de juzgar si el gobierno me está diciendo la verdad y si está adoptando las políticas adecuadas para combatir la epidemia. Siempre que se hable de vigilancia, debemos recordar que la misma tecnología de vigilancia no sólo puede utilizarse por los gobiernos para vigilar a los individuos, sino también por los individuos para vigilar a los gobiernos.

Por lo tanto, la epidemia de coronavirus constituye un importante test de ciudadanía. En días venideros, la elección de todos debería ser confiar en los datos científicos y los expertos en salud, en lugar de hacerlo en teorías conspirativas sin fundamento alguno y en políticos interesados. Si no tomamos la decisión correcta, quizá nos encontremos renunciando a nuestras más preciadas libertades, convencidos de que ésa es la única manera de salvaguardar nuestra salud.

Necesitamos un plan mundial

La segunda elección importante a la que debemos enfrentamos es entre el aislamiento nacionalista y la solidaridad mundial. Tanto la propia epidemia como la crisis económica resultante son problemas mundiales. Sólo pueden resolverse eficazmente mediante la cooperación mundial.

En primer lugar, para derrotar el virus necesitamos ante todo compartir globalmente la información. Es la gran ventaja de los seres humanos sobre los virus. Un coronavirus en China y un coronavirus en Estados Unidos no pueden intercambiar consejos sobre cómo infectar a los humanos. Sin embargo, China puede enseñar a Estados Unidos muchas lecciones valiosas sobre los coronavirus y cómo tratarlos. Lo que un médico italiano descubre en Milán a primera hora de la mañana puede salvar vidas en Teherán por la tarde. Cuando el gobierno del Reino Unido duda entre diversas políticas, puede obtener consejo de los coreanos que ya se enfrentaron a un dilema similar hace un mes. Ahora bien, para que eso suceda, necesitamos un espíritu de cooperación y confianza mundial.

Los países deben estar dispuestos a compartir información de forma abierta y buscar humildemente asesoramiento, y ser capaces de confiar en los datos y las ideas que reciben. También necesitamos un esfuerzo mundial para producir y distribuir equipos médicos; sobre todo, kits de pruebas y respiradores. En lugar de que cada país trate de actuar localmente y acumule todos los equipos que pueda acaparar, el esfuerzo mundial coordinado aceleraría enormemente la producción de equipos susceptibles de salvar vidas y aseguraría una distribución más justa. Así como los países nacionalizan sectores clave durante una guerra, la guerra humana contra el coronavirus nos exige que “humanicemos” las cadenas de producción cruciales. Un país rico con pocos casos de infectados debería estar dispuesto a enviar los preciados equipos a un país más pobre con muchos casos, convencido de que, si más tarde necesita ayuda, otros países se la brindarán.

Consideremos un esfuerzo mundial similar para reunir personal médico. Los países hoy menos afectados podrían enviar personal médico a las regiones más afectadas del mundo, tanto para ayudarlos en sus momentos de necesidad como para adquirir una valiosa experiencia. Si más adelante el foco de la epidemia se desplaza, la ayuda podría empezar a fluir en la dirección opuesta.

La cooperación mundial es esencial también en el frente económico. Dada la naturaleza global de la economía y las cadenas de suministro, si cada gobierno obra por su cuenta haciendo caso omiso de los demás, el resultado será el caos y el agravamiento de la crisis. Necesitamos un plan de acción mundial, y lo necesitamos sin tardanza.

Otro requisito es alcanzar un acuerdo mundial sobre los viajes. La suspensión de todos los viajes internacionales durante meses causará tremendas dificultades y obstaculizará la guerra contra el coronavirus. Los países deben cooperar para permitir que al menos un pequeño grupo de viajeros esenciales sigan cruzando las fronteras: científicos, médicos, periodistas, políticos, empresarios. Se puede conseguir mediante un acuerdo mundial sobre preselección de viajeros en el país de origen. Si sólo se permite subir a un avión a viajeros cuidadosamente seleccionados, se estará más dispuesto a aceptarlos en el país de destino.

Por desgracia, los países apenas toman hoy alguna de esas medidas. Una parálisis colectiva se ha apoderado de la comunidad internacional. No parece que haya adultos en la sala. La celebración de una reunión de emergencia de los dirigentes mundiales para trazar a un plan de acción común habría sido deseable hace ya muchas semanas. Sólo a mediados de marzo lograron los dirigentes del G-7 organizar una videoconferencia, sin que por otra parte saliera de ella ningún plan en ese sentido.

En anteriores crisis mundiales (como la crisis económica de 2008 y la epidemia del ébola de 2014), Estados Unidos asumió el papel de líder mundial. Sin embargo, el actual gobierno estadounidense ha renunciado a la labor de liderazgo. Ha dejado bien claro que la grandeza de Estados Unidos le importa mucho más que el futuro de la humanidad.

Esa administración ha abandonado incluso a sus aliados más estrechos. Cuando prohibió todos los viajes procedentes de la Unión Europea, ni siquiera se molestó en notificarla con antelación, y mucho menos en llevar a cabo una consulta sobre una medida tan drástica. Ha escandalizado a Alemania ofreciendo supuestamente mil millones de dólares a una empresa farmacéutica de ese país para comprar los derechos monopólicos de una nueva vacuna contra la covid-19. Incluso si el actual gobierno estadounidense cambiara finalmente de rumbo y presentara un plan de acción mundial, pocos seguirían a un dirigente que nunca asume ninguna responsabilidad, nunca admite ningún error y que acostumbra a atribuirse siempre todos los méritos y achacar toda la culpa a los demás.

Si el vacío dejado por Estados Unidos no es ocupado por otros países, no sólo será mucho más difícil detener la actual epidemia, sino que su legado seguirá envenenando las relaciones internacionales en los próximos años. Sin embargo, toda crisis es también una oportunidad. Esperemos que la actual epidemia contribuya a que la humanidad se dé cuenta del grave peligro que supone la desunión mundial.

Debemos tomar una decisión. ¿Viajaremos por la senda de la desunión o tomaremos el camino de la solidaridad mundial? Elegir la desunión no sólo prolongará la crisis, sino que probablemente dará lugar a catástrofes aún peores en el futuro. Elegir la solidaridad mundial no sólo será una victoria contra el coronavirus, sino también contra todas las futuras crisis y epidemias que puedan asolar a la humanidad en el siglo XXI.

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Traducción del artículo publicado en Financial Times: Juan Gabriel López Guix