El Titanic de los llanos

Una propuesta turística diferente camino a Tandil, el enigmático Castillo de Egaña.

En medio de un monte centenario de la provincia de Buenos Aires se esconden las ruinas de un castillo. Hoy sólo las alimañas lo habitan. Vi golondrinas entrando y saliendo de las aberturas, como avioncitos de papel, y un zorro gris que se metió majestuoso en un agujero de la pared.

Pero cuenta la leyenda que en mayo de 1930 alcanzó su máximo esplendor. Entonces los árboles eran 90 años más jóvenes y las torres puntiagudas parecían más altas. Adentro la mesa estaba servida, la vajilla de porcelana, las copas de cristal y los cubiertos de plata dispuestos para un almuerzo para más de veinte. En la cocina humeaban pollos a la lionesa, consomé de cebollas, calabacines rellenos, corderos con salsa de mentas, solomillos de ternera, pichones rellenos y otros manjares. En las heladeras se enfriaba el champagne. Los sirvientes corrían de aquí para allá. Preparaban los nueve platos para el banquete, presentaban los bombones en bandejas, lustraban los recovecos y alimentaban con troncos el fuego de los hogares. Los invitados charlaban en la antesala, admiraban los cuadros o las esculturas, leían en la biblioteca o descansaba en sus habitaciones. Una mujer elegante tocaba un piano de cola. Eran casi las 14 horas y todos esperaban la llegada de Eugenio, “el patrón”, anfitrión, esposo, padre, primo, amigo… Aunque no había llegado, era el alma de la escena. Al fin y al cabo, cada uno de los objetos y las personas estaban allí por él, esperándolo. El palacio era su gran obra arquitectónica, plantada en los alrededores de la estancia fundada por su abuelo en 1825. Todos los presentes conocían la historia del gran Eustaquio Díaz Velez. Este prócer de la revolución de mayo había elegido aquél lugar sobre los márgenes del arroyo Langueyú, camino a Tandil, porque pasaban tropas de carretas que comercializaban productos y lotes de ganado. Y, gracias a su estrategia y disciplina militar, entre 1833 y 1835 se había convertido en el mayor vendedor de ganado de toda la provincia de Buenos Aires. Sobre estas raíces, la fortuna familiar crecería aún más entre 1880 y 1930, con el auge del modelo agro-exportador, el desarrollo de la red ferroviaria de capital inglés y la bendición de una estación propia desde 1891. Eugenio se había criado en esta prosperidad desbordante. Era parte de una nueva burguesía terrateniente para la que la austeridad dejaba de ser virtud. Ya no alcanzaba con ser rico sino que también había que parecerlo. Persiguiendo este ideal de civilización, progreso y lujo, refundó la estancia en 1918. La llamó “San Francisco”, aunque no tenía nada de franciscana. Y comenzó la construcción de su palacio de 77 habitaciones, 14 baños y 2 cocinas, trayendo materiales europeos en barco hasta Buenos Aires y en tren hasta su estación de Egaña-Diáz Vélez. Dicen que hizo colocar un riel especial que llegaba hasta la obra.

Sobre rieles había llegado el Palacio afrancesado y urbano. Sobre rieles habían llegado también los invitados, las latas de ostras y salmón, para esta inauguración social. Pero dice la leyenda que aquél 20 de mayo Eugenio había decidido viajar, a toda máquina, en su nuevo automóvil. Todos lo esperaban. Pero en su lugar llegó la noticia de su trágica muerte. Como en el otro Titanic, bastó con un pequeño accidente para castigar la inmodestia de quienes se llevan el mundo por delante. La mujer elegante dejó de tocar el piano. Y todos, sirvientes e invitados, abandonaron el lugar inmediatamente. Cuentan que la mesa quedó servida por muchos años, la vajilla de porcelana, las copas de cristal y los cubiertos de plata esperando un almuerzo imposible. Los familiares no regresaron nunca más y su hija mayor arrendó todo a la distancia… Esta versión, con más o menos sal y pimienta, es la circula en la zona, la de los lugareños o los guías turísticos. No me importa si sus detalles son falsos o inexactos, si Eugenio murió en su Palacio de Buenos Aires o alguien atinó a quitar la mesa. Lo que me importa es lo esencial, que murió al finalizar “el castillo de Egaña”, justo antes de su inauguración y que desde entonces cayó en decadencia.


Después de casi treinta años de desuso, en 1958, en el marco de una reforma agraria alentada por Perón, la inmensa propiedad fue expropiada. Se subastaron los bienes, los pequeños arrendatarios se convirtieron en propietarios y se conformó la colonia Langueyú. En 1965 se transfirió la construcción al “Consejo General de la Minoridad” y terminó convertido en reformatorio, alojando a jóvenes con serios problemas de conducta. A mediados de los 70, después de un asesinato que comprometió a uno de los internos, los jóvenes fueron reubicados y el castillo quedó nuevamente deshabitado. Los detalles de esta otra historia también son difíciles de reconstruir.

En 2010 un grupo de vecinos de Rauch y la zona creó la Comisión por la “Recuperación del Castillo San Francisco” con el fin de recuperar el parque y evitar el deterioro del edificio. Desde entonces la entrada al castillo está abierta para los visitantes, los domingos y feriados. Hay servicio de estacionamiento, paseos en bicicleta, guiadas que llegan hasta la estación Egaña, recorridos por los senderos del bosque, alquiler de parrillas y juegos para chicos. Para llegar basta con seguir las indicaciones del Google Maps o la serie de carteles que colocaron los vecinos a lo largo del camino de tierra de 19 kilómetros que separa al castillo de la Ruta 30 a Tandil.