Donde late la historia

Un recorrido por la Catedral del Tango, un espacio de culto a tradición olvidada del arrabal

Es difícil creer que detrás de ese par de puertas de vidrio y fierro maltrechas, escoltadas por el escritorio desvencijado que antecede las altas y despintadas escaleras de material y chapa, nos espere un auténtico santuario.
Y es que la Catedral del Tango es de esos lugares que uno no cree que existan ya, y por eso, paradójicamente, devuelve a sus invitados la fe en la voluntad por la conservación de la historia y por ese espíritu bohemio y de arrabal que por fuera de sus parece, parece extinguida ya.

Ubicada sobre la calle Sarmiento al 4006, Almagro, la Catedral se esconde tras esa fachada de antiguo club barrial, imperceptible, bajo unas luces de neón con las palabras: “tango” – “folklore” que nos reciben custodiadas por un recepcionista casual, cigarrillo en boca, que nos pregunta si venimos a tomar clases o solo a visitar.

 

 

Y es que la Catedral funciona no solo como espacio en el que circulan formaciones que a lo largo de la semana se presentan en los números nocturnos, sino que, previamente al espectáculo, se puede disfrutar de una clase de baile para aquellos que lo deseen.

Los lunes, miércoles y jueves, la entrada tiene un costo de $80 la general, y de $100 con la clase incluida, valor que además conserva el resto de los días, tómese la clase o no. Los martes, son los tradicionales “días fuertes” en los que semana a semana se congregan no sólo los artistas itinerantes de la zona, sino también quienes adoptaron el ritual semanal de la visita, a la misa de arrabal.
Iluminada tan solo por un antiguo y pequeño velador, nos alejamos de la recepción cuesta arriba por las escaleras, hasta llegar a una pequeña sala con piso de parqué, que antecede al gran salón.

Entregamos las entradas a un segundo recepcionista que nos invita a pasar a través de un breve pasillo resguardado por un vieja y alta cortina de pana negra. Detrás, un gran y amplio salón de techos tan altos como el de un antiguo galpón industrial, se abre a una amplitud escondida por la luz tenue del ambiente.
Se escuchan las primeras piezas musicales de la noche, amplificadas gracias a los altos techos y el piso de parqué extenso que rechina y murmura cada uno de nuestros pasos al avanzar. Hay un olor característico en la Catedral, de entre mezclas culinarias, salsa y especias, y la humedad propia de la antigüedad que, junto a los rastros de sahumerio, se mezclan al pasar.

 

 

El gran salón se divide en tres grandes sectores. Al fondo y amplia, se extiende la barra de pared a pared, un tercio de cuadra donde los mozos se alistan para atender y cuyas paredes traseras se erigen en una decoración nada planificada, con botellas de vino y vasos y copas.

El segundo gran sector está compuesto por el amplio salón, que amueblado con mesas y sillas asimétricas (elaboradas a veces con cajones de cerveza y tablones) se extienden en forma de “U” rodeando lo que será la pista de baile, iluminada más que el resto del salón, por una gran corona de luces de colores dispuestas en círculo sobre los bailarines.

Construido como un gran altar se encuentra el tercer sector, el de culto: el escenario. Es una construcción irregular y desprolija, casi frágil, de tarimas negras que sostienen pies de micrófonos, rodeadas por una enorme bandera argentina que pareciera abrazar, en su centro, la enorme y elevada imagen del rostro de un Carlos Gardel sonriente y brillante, a pesar de la opacidad y el polvo que lo recubre.

Al momento de sentarnos, un mozo moderno se acerca con una botella que contiene en el pico, y por encime de la cera derramada, una vela que nos acompañara el resto de la noche, al cuidado de lo que parece ser la figura de un gran corazón suspendido en el aire, confeccionado de tela roja y alambre, percudido y desalineado, corazón de tango.

Ese es sin dudas, el instante en el cual es posible admirar a lo largo y a lo ancho, en cada recoveco y esquina, a lo alto de lo inasible, objetos de los más variados dispuestos sobre las paredes arbitrariamente, casi como si se pudiera adivinar la falta de intención, la falta de cuidado de la simetría o el sentido decorativo.

Colgados como obras de arte, como recuerdos, como los platos de la abuela sobre la pared, hay instrumentos, imágenes, pedazos de muebles, pinturas que se extienden por todo el espacio, como algunas iglesias reservan en los pasillos de su interior, sectores dedicados a distintas figuras sagradas donde los concurrentes depositan sus plegarias y agradecimientos.

Pequeñas criptas ahora reconstruidas con imágenes del escudo federal, o de Perón, o de la bandera de un cuadro de fútbol, otra de las muchas imágenes de Gardel.

 

 

Hay algo de la catedral que sorprende, además de su estructura, y es su menú. Compuesto integralmente de propuestas vegetarianas, veganas y macrobióticas, es por un lado admirable la progresión en la oferta gastronómica, que ofrece de pastas, ensaladas, woks de arroces y vegetales, empanadas, pizzas y brusquetas pero es igual de llamativo que un espacio tan tradicional no le dedique al menos una cuota de carta, a platos tradicionales como locros o guisos, carnes asadas o empanadas criollas.

Un detalle quizá, que no opaca la experiencia e invita a probar otros sabores que, en ese contexto, sugieren reflexionar sobre la confluencia entre las nuevas tradiciones e incorporaciones culturales, y las ya conocidas y establecidas.

Mi madre que es creyente, pero es aún más admiradora de la belleza y la historia, suele decir que le gustan las iglesias que en su interior conservan una suerte de registro del paso de sus feligreses, de la fe, la plegaria y la celebración, de esa densidad acumulada en la que uno se introduce al ingresar. Y a esa sensación la llama: “el peso del rezo”.

Hace ya casi 20 años que la Catedral conserva, propone y circula y se mantiene como un espacio de culto, tanto de aquellos viajeros que arremeten a nuestras tradiciones con voracidad de registro y bohemia, como para quienes frecuentamos a un espacio de calma, e inspiración.

La Catedral protege entre sus paredes, entre sus grietas de polvo y vino y sus altares a la argentinidad, un agradecido secreto guardado: el de una porción de historia.